jueves, 9 de julio de 2015

028 – Junio de 1955


Pancután se había despedido desde la calle, disimulando un poco el pesar que sentía de llevar a su amigo en el baúl del automóvil. Habíamos esperado hasta entrada la tarde, cuando vimos que la calle estaba desierta, para acomodar el cuerpo de Ben sin que nadie nos viese. Se fue con la promesa de explicarme varias cosas, porque necesitaba permiso de su jefe para hablar. Nunca supe a ciencia cierta para quién trabajaban ellos dos, pero lo que me importaba, era saber que estaban de mi lado, o al menos tenían intensiones de ayudarme al punto de morir en el intento.

Estaba sirviéndome la segunda taza de café, cuando escuché el timbre y sabía que era Jimena, pero igualmente levanté el tubo y pregunté tímidamente quien era, como para que no se notase claramente que era yo quien había preguntado. – Quike, soy Jimena… – abrí la puerta y fui a buscar otra taza para servirle cuando llegara.
Había llamado un rato antes, con voz preocupada, pues ya había pasado mucho tiempo desde que nos habíamos ido repentinamente. Era razonable su preocupación. Igualmente, la calmé nuevamente cuando entró.

Le había prometido que iba a crear una protección en su colgante y que debía llevarlo desde entonces para que esta criatura u cualquier otro, que quisiera entrar en sus pensamientos, se encontrase con una barrera que se lo impidiese. Pero eso debía esperar hasta el siguiente día, pues necesitaba mucha energía y concentración para hacerlo.

Habíamos pasado un par de horas hablando de diferentes temas, pero le había prometido que le contaría todo lo que sucedió en la habitación del hotel unas horas antes. No pudo disimular las lágrimas a punto de caer cuando le conté sobre el cruel asesinato de Benjamín. – Se nota que estás acostumbrado a las muertes y las matanzas – me dijo triste. Sólo me encogí de hombros. Creo que a eso, uno nunca se logra acostumbrar.          
Algo que me dejó pensando, fueron las últimas palabras que Pancután le dijo a Ben: Cuando te despertés, llamame. Te vamos a esperar, loco… – hice una pausa – algo me dice que no es la última vez que veremos a Ben. – hice una mueca y sorbí un trago largo de fernet.

A ver profesor… si estás viviendo desde hace tanto tiempo en Argentina, ya se te deben haber olvidado como eran las matanzas que vivías en tus tierras. Seguro acá has tenido mucha paz – dijo de repente. Me quedé mirándola. – No creas. Estuve presente en una a mediados del siglo pasado… – le dije y me reubiqué en el sillón para que me acompañase. Se sentó a mi lado, con su vaso de gaseosa. Su cara de pregunta era muy evidente – Cuéntame. – y se quedó esperando que iniciara el relato.


Esto sucedió en junio de 1955. Yo vivía en ese entonces en Buenos Aires, en la zona de Lanús Oeste y trabajaba de miércoles a viernes en Casa de Gobierno. Un trabajo para nada importante, pero me permitía acceder a las bibliotecas y estar al tanto de algunas cosas que no cualquier podía saber. En esos días, estar presente dónde ocurren las cosas, era la mejor forma de enterarse, porque la televisión era limitada y muchas veces censurada.

Esa mañana de jueves, me lo crucé en el pasillo al director de la SIDE. Su cara era impávida, en general, pero ese día se le notaba la preocupación. A decir verdad, la mayoría de la gente estaba intranquila en esos días. Un mes antes, el Presidente de la Nación, por ese entonces Juan Domingo Perón, había decretado que ya no era obligatoria la enseñanza cristiana en los colegios y te imaginarás que esto al clero no le había gustado para nada. Desde entonces, los militantes del partido se enfrentaban a diario contra los opositores declarados a Perón, aliados con la Iglesia Católica.       
Me quité el sombrero en señal de saludo cuando el General de Brigada pasó a mi lado, pero ni siquiera me devolvió el saludo. Eso era raro, y en ese momento supe que algo andaba mal. Me dirigí a una de las oficinas cercanas, y agudicé mis sentidos para poder escuchar algo, pero el hombre era demasiado reservado. Atravesó toda el ala oeste sin siquiera saludar a sus subordinados.

No esperó a ser anunciado y entró al despacho presidencial con el mismo ímpetu que llevaba hasta el momento.
Ahí escuché claramente las investigaciones que había hecho el Director de la Secretaría de Inteligencia y las sospechas de un posible atentado a la Casa de Gobierno sin discriminar quien estuviese en ella.

A media mañana, estaba haciendo las verificaciones de documentación extranjera, que en ese entonces tenía una gran oficina en ese edificio, cuando lo veo al Director del departamento, hablando con un tipo de traje gris y sombrero de ala en la entrada del salón. No lo reconocí, no sabía quién era en ese momento, pero el nombre me quedó grabado por alguna razón: Martín Pérez Garzo. El hombre que tiempo después, yo descubriría que tenía en posesión el Grimorio que ahora llevo conmigo.

El Presidente había sido movilizado horas antes a un refugio cercano, porque a eso de las 9:30, el Ministro de Guerra, un hombre de códigos muy fuertes, el General Lucero, había confirmado que un acto convocado para ese día, con desfile aéreo incluido, podía ser usado para atentar contra la vida del General Perón.
Cerca del mediodía, escuchamos las alarmas antibombas. Algo que no sonaba en Buenos Aires desde el día que fueron conectadas a fines de los años 20s. La gente comenzó a gritar y correr por los pasillos del edificio sin saber qué hacer. Nos habían enseñado algunos escenarios posibles, en algunos simulacros, pero nunca uno que encajara a este.   
Todos gritaban o corrían desesperados, salvo aquel individuo de traje gris. Lo vi observando a todos y cada uno, mientras la guardia de infantería daba órdenes para la evacuación. Las primeras bombas cayeron sobre la zona frontal de la Casa Rosada. Las paredes se derrumbaron y el pasillo cercano a mi oficina, se llenó de humo y cenizas. Mucha gente quedó atrapada debajo de los escombros.    
Una docena de bombas cayeron en la primera oleada de ataques. Eran aviones argentinos, de las propias fuerzas navales.

El cabo José Argañaráz, uno de los guardias que siempre estaba en mi zona de trabajo vino a guiarnos. – Quike, dejen todo y salgan – me dijo señalando el pasillo lateral. Yo miré al hombre del traje gris que aprovechando la confusión se dirigió por el pasillo norte hacia dentro del complejo. José tomó la mano de una de mis compañeras y las mujeres formaron una cadena de manos para salir del lugar seguidas por el cabo. – ¡Vamos Quike! – me gritó, pero un estruendo rompió las ventanas laterales y vi una esquirla metálica destruir la pared y dirigirse al torso del muchacho.

Atiné a susurrar a mi anillo: “Pelderás!” y mi piel se endureció en ese instante. Me arrojé frente a la esquirla y por delante de José justo a tiempo, para desviarla de su trayectoria. Todos quedaron atontados por el sonido y la conmoción provocada por la última bomba.

– Llévese a las mujeres. Tengo que revisar las otras habitaciones – dije rápidamente y sin dejar que el cabo Argañaráz reaccionara, salí corriendo en dirección al pasillo que Pérez Garzo había tomado. Ese pasillo estaba completamente destruido, los escombros y esquirlas habían golpeado a muchas personas, pero podía contar con los dedos de las manos a las víctimas fatales. 
Recorrí varios pasillos pero no pude encontrar a aquel hombre. Lo había perdido en algún recodo, porque no tenía otro lugar hacia dónde ir.

El único lugar donde no había revisado, era una bodega que sólo tenían acceso unas cuantas personas y que siempre se encontraba cerrada. Bajé por la escalera de acceso, y encontré que la puerta de doble hoja no estaba cerrada con llave, como de costumbre. Lo sé porque varias veces intenté abrirla y nunca había podido. La cerradura tampoco estaba forzada.       
Abrí la puerta muy lentamente, y vi los cuerpos de dos guardias tirados en el piso de mármol. No había nadie más en el pasillo en tinieblas. Adapté mis ojos para ver las diferencias de temperaturas del lugar, y para mi sorpresa, ambos guardias estaban vivos, aparentemente sólo dormían.

Miré rápidamente el cartel indicativo en una de las paredes: “Acceso sólo a Personal autorizado”. Avancé hacia la siguiente puerta con mis oídos atentos a cualquier tipo de sonido, por más leve que fuese. La puerta también estaba abierta; entré en la bodega. El lugar era enorme, al menos unos cien metros de lado, muebles como repisas altas, colocados uno al lado del otro y de punta a punta del gran salón, con al menos cuatro niveles de estantes. Miles de cosas en cajas de distintos tamaños. Me llamó mucho la atención el hecho de lo bien organizado que estaba todo.

Avancé un poco más, y golpee algo con el pie. Un ruido metálico delató mi presencia. En ese momento, una pared de enredaderas me cortó el paso, enlazando todos los estantes cercanos a mí. Escuché el estruendo de varias cajas caer al suelo, casi al mismo ritmo que el lugar cuando se cimbraba por las bombas que seguían cayendo esporádicamente. Aunque me había dado la sensación de que habían demorado un poco en hacer una segunda oleada de bombardeos.
Otra caja cayó al suelo, pero yo no podía pasar de aquellas enredaderas. Cerré mis ojos y me concentré intentando detectar dónde se escondía. Dos puntos aparecieron casi de inmediato en mi cabeza, y sospeché que eran los dos guardias tendidos en el piso de la habitación adyacente. Unos segundos después, apareció un tercer punto.  
Abrí los ojos, sabiendo hacia dónde dirigirme. Además de eso, podía diferenciar claramente los objetos fríos, de los caliente, así que me fue fácil darme cuenta que aquella pared vegetal, no era más que una ilusión creada por un hábil mago.

Saqué de mi pequeña bolsa, mi cimitarra y seguí avanzando. Cerrando los ojos de cuando en cuando, sólo por unos segundos, para detectar los movimientos de Pérez Garzo. Pero para mi sorpresa, la presencia de aquel hombre había pasado a mi lado y ya se dirigía hacia la puerta de salida. No lo había visto y eso me desconcertó. Cuando giré para observar la puerta, escuché el cerrojo trabarse. Corrí hacia ella, pero ya era tarde.   
Podría haberme ido del lugar tranquilamente, pero algo en mi interior me decía que debía revisar bien el lugar, y qué faltaba en aquellas cajas.
Volví sobre mis pasos y encontré un manojo de llaves tirados en el piso. Las llaves pertenecían al Director de mi departamento. Quizás ambos estaban confabulando, pero eso no explicaba porque Martín Pérez Garzo había dejado las llaves ahí tiradas. No parecía un tipo descuidado, así que deduje que este había robado las llaves y las había dejado ahí para inculpar a mi Director.

Guardé el manojo en mi bolsillo y caminé por uno de los pasillos centrales hasta dar con un montón de cajas tiradas en el piso. Sólo a dos cajas les faltaba el contenido, pero la etiqueta no era entendible, ni hacía referencia a algo en especial. Sólo el relleno de goma espuma me dio la información que necesitaba. A una caja le faltaba un libro aparentemente pesado, de tamaño A4 o algo así. A la otra caja le faltaban unos diez frascos, aparentemente de algún tipo de componente para explosivos, por lo que llegué a entender en la referencia pegada en la caja.

Decidí salir del edificio. Afuera el problema había crecido en una escala inimaginable. Muchos partidarios de Perón se habían convocado en la plaza para defender a su Presidente, pero más allá de eso, los alrededores a la Casa Rosada era un caos. Cientos de personas heridas y otras tantas habían fallecidos a causa de las bombas y las esquirlas.     
El que dio la orden a los obreros para que fueran a la Plaza ese día tuvo tanta responsabilidad como aquellos que pasaron en los aviones regando balas sobre la multitud. Matando a diestra y siniestra a cualquiera en su trayectoria. Más de 300 muertos, y mucho más del doble en heridos.

Ese día: 16 de Junio del 55, fue un día de horror más allá de cualquier historia en una película de Hollywood. hice una pausa para tomar mi último trago de fernet. Te hace pensar si la humanidad puede tomar una decisión tan radical y despiadada en nombre de la Justicia, la Religión, la Venganza, el Poder.

La respuesta es sí me dijo con tristeza.



Porque no debemos olvidar. Las decisiones que se toman, no sólo afectan a uno mismo. Mis respetos a todas las familias que sufrieron aquel día.
Seguime en Twitter @MirkoemirR.

1 comentario:

Yoly dijo...

Pacutan fue con la promesa de explicar varias cosas, porque necesitaba permiso de su jefe para hablar
espero que no me hagan una mueca fea y cursi, cuando no gusten de una copa.. porque yo acepto humildemente una mueca sincera tierna y grata
la humanidad es cruel.. algunas historias son frías.. pero la vida nos da la oportunidad de luchar.
los amigos dicen verdades que duelen, protegen y alivian de las palabras herientes.