Era una noche tranquila, en el verano de 1998. Esta navidad la pasé con un amigo de Río Cuarto, su hijo y su hija, que me invitaron a su casa y con gusto acepté la invitación, porque hacía tiempo que les debía la visita. Raúl Almendi, había sido profesor en el colegio donde trabajé durante dos años en la ciudad de Córdoba, pero ahora, jubilado y recientemente viudo, se dedicaba a la ganadería. Vivía con Alicia, su hija mayor y Rodrigo su hijo menor. Su casa estaba a dos kilómetros al sur de la ciudad; una zona netamente agrícola ganadera, con grandes planicies y hermosas vistas de los atardeceres que pintan el cielo en tonos rojos que ni el mejor de los artistas se imaginaría.
En la noche se pueden contemplar las estrellas que las luces de la ciudad no permiten comúnmente.
“¿Te vas mañana?” me preguntó mientras me alcanzaba un cerveza. Yo había estado sentado un rato largo mirando el horizonte oscuro que dibuja los árboles en el borde inferior del cielo, es algo que haría por horas, pero que puedo disfrutar solo unos momentos. “Si no te molesta, me voy a la noche” dije al recibir el vaso transpirado por la cerveza fría, y él negó con la cabeza.
“Tío Quike” dijo Rodrigo, “Mire esa mujer que va caminando por la ruta. Todos dicen que es bruja que come niños” su padre rió “Ese cuento lo decían desde que yo era niño” continuó Raúl. Solo vi la sombra de una mujer de un metro o un poco más, encorvada por los años, que caminaba lentamente por la ruta. Se notaba que llevaba una capucha puesta.
“Ya veo porque le dicen bruja. Pero el hábito no hace al monje. Su ropa no demuestra que sea bruja” dije en un tono serio y Raúl rió con más ganas. “No me digas que crees en cosas, como las brujas.” Dijo entre carcajadas. Pensé en todo lo que mis ojos han visto, y en las cosas que la gente cree que son solo fantasía o mitología. Sonreí. La luz del porche donde estábamos sentados se encendió y la mujer detuvo su marcha para mirarnos, sentí sus ojos clavados en mí y por un segundo vi sus pupilas en la oscuridad, como sucede cuando uno ve un gato en las sombras.
“¿Qué hacen sentados ahí en la oscuridad?” Escuchamos la voz de Alicia, o Ali como le gustaba que le llamaran. Ella en sus 22 años, se había encargado de su padre y su hermano incluso antes que su madre muriera, y cuidó de ella en los últimos meses. Ahora es la señorita de la casa.
Era bonita, muy parecida a su madre, según me dijo Raúl con un orgullo más grande que él mismo; sus cabellos claros y rostro cuidado, nariz pequeña y redondeada y sus ojos café que demostraban mucho de sus sentimientos. Me sonrió tímidamente y me sentí algo incómodo. Volví mi mirada hacia la anciana, pero no logré verla incluso a lo largo del camino.
“¿Vio tío? Desapareció. Es una bruja.” dijo efusivamente Rodrigo. Me adelanté un paso fuera del porche y cerré mis ojos mientras lo hacía, al abrirlos miré el campo oscuro, podía ver el tenue calor de la ruta que duraba del día, los pastos un poco más fríos, incluso un perro que estaba echado al lado del camino, pero a la mujer no la vi. No podía ser que haya caminado tan rápido, en ninguna dirección, realmente era muy raro.
Esa noche mientras comíamos me contaron algunas historias acerca de la mujer. Nunca se dejaba ver y según Raúl, ya se hablaba de ella cuando él era joven, según le habían contado, había llegado un día desde el sur y se había instalado en una vieja casa que estaba a unos kilómetros, sin corriente eléctrica y vivía sola. Nunca le han visto el rostro, pues ella no dejaba que lo hicieran; y cuando las autoridades y vecinos se llegaban a su casa para ver como estaba o si necesitaba algo, ella los corría amenazándolos y gritando en un idioma extraño.
Vi la cara de los jóvenes ensombrecerse, como si el miedo de repente se apoderara de ellos, pero sonreí “En Córdoba también se cuentan muchas historias como esas” dije tranquilamente y comencé a contar un relato parecido para tranquilizarlos.
Al día siguiente, Raúl me pidió que lo acompañara a uno de los campos cercanos, tenía que elegir dos terneros que quería comprarle a uno de los ganaderos de la zona, que luego usaría para mejorar su ganado. No sabía mucho del tema, pero había estado más de dos semanas en su casa y el lugar me fascinaba, reinaba una paz indescriptible y me sentía agradecido por ello.
“Nos gustaría que te quedes un poco más” me dijo mientras íbamos en la camioneta por una calle de tierra paralela a uno de los campos. “Sí, tío. Quedate un poco más con nosotros” continuó Rodrigo, él se había encariñado mucho conmigo. Pensé que no tenía mucho que hacer en estos días, así que afirmé con mi cabeza. “Si no les estoy causando muchos problemas. Por mí está bien.” Respondí.
Raúl se alegró, quizás hacía tiempo que no tenía con quién conversar, y aunque aparentemente él tenía unos 15 años más que yo, nos llevábamos muy bien. “Mañana vendrán dos primos míos de cacería ...” me dijo, “... por ahí te gustaría acompañarnos” continuó. Hace mucho tiempo que no cazo por placer y no me agrada mucho la idea. Creo que mis pensamientos fueron reflejados en mi mirada porque se apresuró “Pero si no querés venir, podés quedarte en la casa con los niños. A Rodrigo tampoco le gusta salir de cacería”. No respondí.
“Mirá tío, ahí es la casa de la bruja” dijo el niño, que había apoyado sus dos manos en la ventanilla y el viento agitaba sus cabellos cortos de un lado al otro. Disfrutaba del momento.
La casa era humilde, pero se notaba que estaba cuidada. Tenía como unos 10 perros que corrían de un lado a otro. Unas cuantas gallinas en el patio delantero y un árbol de durazno con grandes frutos que doblaban las ramas hasta baja altura. El interior de la vivienda estaba oscuro, pero sentí nuevamente su mirada que escrutaba nuestro vehículo cuando pasábamos. Pero no había nada que me advirtiera de peligro, ni tampoco sentí nada extraño en el lugar. Rodrigo siguió mirando por la ventanilla abierta, aún cuando habíamos pasado la casa. “No la vi” dijo decepcionado, y se sentó con sus brazitos cruzados mirando al frente. Raúl y yo reímos.
Estuvimos toda la mañana viendo los animales, Raúl estudiaba cada uno de los novillos y eventualmente me preguntaba que pensaba yo. Mis respuestas eran inexpertas y por lo general afirmaba los conceptos que él mismo repetía, tratando de aclarar sus propias ideas. Al final se decidió por dos de ellos y los marcaron con una etiqueta de plástico roja y azul en la oreja derecha.
Le pedí a Raúl que me llevara a la ciudad al regresar, necesitaba sacar dinero del banco y compré algunas cosas para la casa, aunque luego Raúl me reprendió porque no quería que aportara. Creo que es una virtud y una desgracia de todos los cordobeses, esa hospitalidad desmedida; pero lo hacen con todo gusto. Aún así, subí las bolsas en la parte trasera de la camioneta y luego nos dirigimos a una gran carnicería en la calle céntrica de la ciudad. Raúl compró asado para el día siguiente y volvimos a la casa.
Vi la cara de inconformidad de Alicia, cuando su padre le contó que sus tíos vendrían de visita, aunque no nos dijo porqué y yo tampoco indagué mucho en ello. Pero en la noche Raúl se fue a su cuarto a ver televisión y yo me quedé en la sala. Alicia se sentó en el sillón junto a mí, estaba triste. “Mi tío Miguel siempre me molesta. Y no lo soporto” me dijo en un momento. Yo la miré, ella tenía la vista perdida en sus manos que se apretaban sobre sus piernas. Se me ocurrió una niña pequeña, y sola. Mucho tiempo se había hecho la mujer fuerte y creo que es una imagen que deseaba mantener ante su padre y su hermano. “¿Quieres ir a la casa de una de tus amigas?” le pregunté para tranquilizarla. Vi sus ojos llenos de lágrimas que pedían un poco de apoyo, o algo más. Estiró sus brazos y la abracé. “Le diré a tu papá que te deje ir mañana temprano. Prepara tus cosas y llama a tu amiga ahora, así te está esperando”. Le limpié las lágrimas y sonreí.
Raúl aceptó mi pedido y Alicia se fue a visitar a su amiga casi al amanecer.
A media mañana un Peugeot 206 último modelo llegó hasta el portón de entrada de la casa y un hombre descendió por el lado derecho, para abrirlo. “¿Ya te estás poniendo tan viejo que no podes abrirnos el portón?” gritó el hombre mientras desenganchaba la traba. El automóvil avanzó los 15 metros que faltaban hasta llegar a la puerta de la casa y bajaron dos hombres, uno tenía unos 50 años, casi toda su cabeza cana y en su rostro una soberbia sonrisa. “¡Qué hacés primito, tanto tiempo, che!” abrazó a Raúl efusivamente “¿No me digás que este es Rodriguito? ¡Qué grande que está el pendex!” y me miró inspeccionando cada facción de mi rostro. “Soy el Doctor Miguel Mejia Sanolli” se presentó estirando su mano y apretando con fuerza la mía, como si me hubiese querido ganar de alguna forma. Solo la mantuve firme, hasta que desistió en su intento. El segundo hombre tenía unos años menos, de contextura física un poco más desarrollada, se quitó unos lentes oscuros y saludó más relajadamente a Raúl “¿Qué haz hecho primo? ¿Seguís manejando el campo?” dijo con voz calma. Raúl afirmó con la cabeza. “Soy Alejandro Sanolli” dijo mientras me saludaba. “Rodrigo, te traje el arco que me pedistes”, dijo al niño que lo miraba con ojos grandes y tiernos.
Miguel miró a todos lados “¿y dónde esta la nena?” preguntó, mientras miraba hacia el interior de la casa. “Se fue de vacaciones a la casa de una amiga” respondió Raúl. El hombre refunfuño por lo bajo y luego regresó a su sonrisa habitual. “Bueno, ¿ya tenés preparado el fuego para el asado?” preguntó y Raúl afirmó.
Había puesto hacía una hora atrás un cabrito directamente a la llama, pero es una pieza de carne que se debe cocinar bien, como él mismo me explicó.
Los hizo pasar al quincho trasero.
Rodrigo trajo una caja de vino frío y tres vasos y sacó de la pequeña heladerita del quincho una botella con soda y las puso en la mesa.
“Que buen vino este, che” dijo Alejandro. “Aunque te podrías haber jugado con un vinito sanjuanino o mendocino” acotó Miguel, mientras le daba otro sorbo al vaso casi vacío.
Mientras comíamos nos contaban que habían estado en varias provincias cazando animales de todos lados y bueno, solo les faltaban las vizcachas y zorros de Córdoba. Obviamente la mejor hora para cazar era la noche, y en estos días había luna nueva, lo que les favorecía mucho más.
Llegada la noche se prepararon para la salida. Raúl salió con ellos y lo convencieron para que Rodrigo también fuera, así que decidí acompañarlos. Subieron en la camioneta de Raúl y pusieron algunas cosas en la parte posterior, ahí subí yo y Rodrigo me acompañó. Escuché que se reían cuando Raúl les dijo que yo no cazaba, pero no me preocupé, nunca me ha importado mucho lo que la gente piense de mí, salvo aquellas que aprecio.
Entramos en el campo de pasteo que Raúl utilizaba para llevar comúnmente su ganado. Descendieron ahí y sacaron sus armas. “Rodriguito, vení con nosotros, así aprendés a cazar” dijo Miguel. Mi mirada se dirigió directamente a Raúl, pero vi que no iba a decir nada. Y miré a Rodrigo, mientras Miguel lo tomaba del hombro y le pasaba el arco que Alejandro le había regalado. Todos emprendieron rumbo norte, los dos hombres llevaban rifles y el niño su arco con algunas flechas en un carcaj en su espalda.
El lugar me pareció conocido, pero no supe reconocerlo. Miguel alumbró con su linterna la oscuridad cercana a unos arbustos que se levantaban solitarios en medio de la pastura y vimos un roedor de medio metro de longitud, con un pelaje gris en todo su cuerpo salvo su quijada negra y una franja de pelaje blanco en su quijada superior, su garganta y su pecho. Estaba paralizada por la luz. Era la primera vez que veía una vizcacha.
Miguel se preparó para disparar, pasó la linterna a Alejandro y apuntó. Su hombro estaba firme y su dedo índice buscó el gatillo. Lo miré fijamente, sabía dónde estaba la bala, sabía que ese animal respiraría por última vez esa noche. Sentí el clic que se produce en el segundo que el gatillo pasa el seguro y el martillo golpea la cápsula, seguí el recorrido de la bala al salir del caño, y la vi salir seguida de una especie de humo. Hice que la bala siguiera su recorrido pero apliqué fuerza desde abajo a un metro del rifle, el suficiente para que la bala golpeara contra una rama a dos metros por encima del animal que corrió por su vida.
En ese momento una luz se encendió en una loma más adelante y vi la silueta de la casa de la anciana. “¿Así que ahí vive la famosa bruja? Creo que nadie extrañaría una bruja” dijo Miguel con una sonrisa malévola.
~ Próxima Entrega 29 de Enero del 2007 ~
3 comentarios:
Me parece raro ser la primera en postear, pero te felicito, Manito!... una vez más me dejaste con la intriga y las ansias de esperar el próximo capitulo!!! Felicitaciones!
mirko, la tonalidad rojiza que toman las nubes y la luna al atardecer se debe a la polucion. un efecto lindo, pero con un trasfondo feo.
por otro lado, no es de mala onda, pero me gustaban mas los relatos anteriores, cortos y concisos, directamente al grano. igualmente estan mejorando las descripciones, que me parece que eran lo mas flojo antes.
segui asi.
ese migel es el clasico violin que manipula a un familiar para poder satisfacer sus pervesiones, y junto al hermano son el clasico caso de loquitos que disfrutan masacrando animales por diversion........pensar que vi tantas veces a ese tipo de gente hacer de las suyas inpunemente, me hace deducir que lamentablemente tu tambien los conoces como yo y solo con este relato pudiste a tu manera hacer algo de justicia por todos aquellos que nunca la tendran.
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