jueves, 16 de julio de 2015

029 – Aires tucumanos


En los días siguientes me dediqué a encajar de alguna forma, todo lo que había aprendido en los días pasados. Llevaba en Argentina mucho tiempo pero en los últimos días habían pasado demasiadas cosas, y tenía la sospecha que faltaban cosas por suceder.

Decidí crear la protección para Jimena en el colgante que me había mostrado al poco tiempo de conocernos. Según me contó, había sido de sus padres y por esta razón era un recuerdo valioso.
Más allá de eso, y a lo que a mí concierne, era un colgante de una perfección artesanal que pocas veces había visto. Lo que me facilitaba muchísimo la impresión de mi energía en el interior del cristal de malaquita que formaba una gran gota verde con ondas azules y blancas.

– Quike ¿te parece bien si nos alejamos de la ciudad, aunque sea por unos días? – dijo Jimena, entrando a la sala con un folleto en la mano. Había terminado de crear la protección hacía unos cuantos minutos, pero me tomaba el tiempo para revisar que todo hubiese salido correctamente. Ciertamente, la meditación me había debilitado un poco y lo sentía en las manos y las piernas, que aún vibraban por el esfuerzo. Pero el resultado era satisfactorio. Ahora, no debía preocuparme por Jimena ya que sabía que nadie iba a poder meterse en su cabeza, sin su permiso.

– Aún tengo algunas cosas inconclusas en Córdoba, pero podría tomarme esos días de descanso que vengo posponiendo – dije, abriendo los ojos para verla.          
Le hice señas para que se acercara y girara enfrente de mí. – No te quites este colgante, en lo posible – se lo coloqué y observé que el contraluz marcaba en su silueta un aspecto aún más místico. Traté de pensar en otra cosa, y agarré el folleto que aún sostenía con ambas manos. Tafí del Valle, Tucumán.          
– Me imagino que ya conocés… – me dijo con una mueca y a punto de reír. Había notado mi incomodidad, y eso la divertía. Sólo afirmé con la cabeza.  
No tengo buenos recuerdos de Tucumán en general, pero sí los tengo de Tafí del Valle. Aunque la gente que conocí allá, quizás ya ni se acuerden de mí. Espero. Incluso, pensándolo mejor, seguramente ya no queda ninguno con vida.

Dedicamos un par de días a organizar algunas cosas. Por sobretodo intenté comunicarme con Pancután, pero su celular ya no funcionaba y el de Ben tampoco. Quizás había sido por lo sucedido, y lo entendía, así que no quedaba más que esperar que él me contactara.


Llegamos a Tafí pasado el mediodía del jueves. El calor era sofocante, tal y como lo recordaba, seco y el viento constante, me hacían añorar de alguna forma los oasis de mis tierras. Descendimos por la pendiente hacia la ciudad: había cambiado mucho desde la última vez que estuve en esta parte del valle. Ahora era una ciudad muy activa, pero con ese aire a pueblo grande.

Luego de registrarnos en la hostería, salimos a dar un paseo por el lugar, viendo sin prisa, ni preocupaciones lo que el pueblo nos ofrecía: Paz. La gente servicial, y educada a la antigua, como ellos dicen. Nos hicieron sentir que estábamos en el lugar correcto.        
Esa sensación la había tenido desde que había llegado. Como si debía estar ahí. Pero no sabía por qué.

Caminando despacio por la calle Los Faroles y la avenida Presidente Perón, la música a cumbia y carnavalitos llenaba cada rincón y los turistas se contagiaban de cierta forma de esa energía. Todos parecen disfrutar. Jimena iba aferrada a mi brazo izquierdo y de cuando en cuando nos deteníamos para ver las cosas colgadas en pequeños toldos apostados en la vereda. Pero algo me decía que era demasiado tranquilo.  
Quizás he vivido demasiadas calamidades y me cuesta aceptar que las cosas pueden ser así de normales.

Pero no lo son, y mi intuición pocas veces me falla. – dije para mis adentro.

– Amigo, ¿no se lleva un poncho de alpaca? – una mujer se apresura a cortarnos el paso. Y ambos accedimos a mirar los tejidos que ofrecía. De alguna forma sabiendo que no íbamos a comprar nada.           
Un pequeño nos observaba desde su sillita de madera de pino, en el mismo pasillo, como esperando el momento para hacer su trabajo. Cuando pasamos a su lado, estiró las manitos hacia Jimena y le ofreció unas pantuflas de colores pastel. Su carita paspada por el viento de los cerros y la piel curtida por el sol calchaquí, mostraba las largas horas de espera de algún cliente que le salvara el día comprando los pobres artículos que tenía para la venta. Jimena se compadeció de él, y empezó a jugar a que dudaba cuál de los pares de calzado se llevaría y a discutir el precio marcado en una pequeña etiqueta pegada en el interior.

El niño me miró con cara seria, y me entregó una estampita de la Virgen del Rosario, que tenía guardada en el bolsillo de su campera azul. La miré e instintivamente metí la mano en el bolsillo para buscar algo de dinero. Pero negó con la cabeza. – No, esto es para usted – dijo mientras se ponía de pie. Su mirada seria me puso en alerta.      
– Me quedo con estas – dijo Jimena. El niño recibió el dinero sin decir una palabra, y se despidió al recibir los demás pares de pantuflas. Lo vimos cruzar la calle y entrar en una de las tiendas de la vereda de enfrente.

La noche pasó tranquila. Cenamos en un restaurant donde un joven animaba la velada con canciones y acompañado por una guitarra. La comida, deliciosa.
De regreso a la hostería, sentí que alguien nos estaba observando, pero no había nada que me alertase de algún peligro.

El pasillo afuera de la habitación estaba en tinieblas. Me había despertado en la habitación sólo alumbrada por la poca luz de la Luna que entraba por la ventana, y Jimena no estaba en la cama, ni tampoco en el baño. Eso me preocupó. Me dolía mucho la cabeza, algo que era demasiado extraño en mí. No había sentido ese dolor desde pequeño cuando recién comenzaba a practicar el Camino y mis poderes aún eran inestables de alguna forma.

Me concentré, para mitigar el dolor y caminé por el pasillo hacia el lobby de entrada. Las lámparas titilaban vacilantes y a veces permanecían apagadas por varios segundos, dejando el pasillo en completa oscuridad.          
El conserje no estaba en la entrada y sólo podía escuchar el ladrido de los perros en las casas vecinas. Quise salir por la puerta del frente y estaba cerrada con llave.    
Me dirigí al comedor para ver si Jimena estaba ahí, pero no había nadie en el lugar. Miré por el ventanal hacia el patio contiguo y la luz de la luna me permitió ver el tranquilo jardín, con algunos sillones de caña dispuestos alrededor de una mesita. En aquel momento vi la silueta recortada en la oscuridad, debajo del gran naranjo. Parecía una mujer vestida de negro, aunque no podía ver su rostro, era evidente que me estaba observando.

¿Qué hace aquí don Quike? No debería haber vuelto – su voz se escuchó incluso a través del vidrio cerrado. Por alguna razón, un miedo primitivo se apoderó de mí y no pude moverme. El lugar se oscureció, pues las nubes taparon la Luna por unos momentos. Unos cuantos segundos, que parecían eternos. No saldrá con vida del Valle. No esta vez – dijo, mientras la Luna volvía a iluminar el patio. Ella ya no estaba.


Desperté, aun tiritando por aquel miedo. Jimena, me miró. – Tranquilo, fue un sueño. Yo estoy aquí – susurró, y por alguna razón eso me tranquilizó. Pero no pude dejar de pensar en ese sueño. Había sido muy vívido.

Dedicado a la hermosa gente de Tafí del Valle y los valles Calchaquíes. Tengo muy buenos recuerdos de mis viajes a esos lugares. Gracias.
Síganme en Twitter @MirkoemirR.

1 comentario:

Yoly dijo...

aprender cosas, suceden todos los días simples o valiosas, agotan al final. jimena actúa según sus criterios, es dullce compasiva y piensa bien. no sufre de miedo asi que quike necesitaba una persona valiente en un momento de susto. lastima que por un simple aparato celular no se comuniquen paracutam y ben mala sorpresa..